LA EFUSIÓN, O BAUTISMO EN EL ESPÍRITU

P. Raniero Cantalamessa,
Predicador del Papa

Antes de hablar del bautismo en el Espíritu, o efusión, considero importante tratar de entender qué es la Renovación Carismática, en cuyo ámbito se sitúa esta experiencia, y de la que incluso constituye el momento más fuerte. Así comprenderemos mejor que la efusión no es una experiencia aislada, sino más bien el comienzo de un camino quetiene como meta una profunda renovación de la vida, dentro de la Iglesia.

Renovarse en el Espíritu
"Renovación en el Espíritu" es una expresión bíblica que encontramos, en formas equivalentes, por dos veces en el Nuevo Testamento. Por tanto, para comprender el alma del movimiento carismático, su inspiración profunda, hay que empezar por escudriñar la Escritura. Para nosotros, en nuestro país y en otros países europeos, se trata de descubrir el mismo significado del nombre que damos a nuestra experiencia, dado que entre nosotros el movimiento carismático se suele llamar "Renovación en el Espíritu Santo". El primero de los dos textos a los que aludía es Ef 4, 23-24: "Tenéis que renovaros en el espíritu de vuestra mente y revestiros del hombre nuevo". En este pasaje, "espíritu" se escribe con minúscula, y con razón, porque indica "nuestro" espíritu, es más, la parte más íntima de él (el espíritu de nuestra mente), aquella que la Escritura suele llamar "el corazón". Aquí la palabra "espíritu" indica, por tanto, el lugar donde tenemos que renovarnos para parecemos a Cristo, el hombre nuevo por excelencia.

"Renovarse" significa, por tanto, esforzarnos por tener los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús (cfr. Flp 2, 5), luchar para conseguir el "corazón nuevo". Este pasaje nos está iluminando ya sobre el sentido y la finalidad de nuestra experiencia: nos dice que la renovación ha de ser ante todo interna, del corazón. Después del Concilio, se han renovado muchas cosas en la Iglesia: la liturgia, la pastoral, ahora el Código de Derecho Canónico, las constituciones y el hábito de los religiosos. Pero por muy importantes que sean estas reformas, no son más que las premisas de la verdadera renovación; pobres de nosotros si nos conformamos con eso y consideramos que ya está todo hecho. A Dios no le importan las estructuras, sino las almas. Es en las almas donde la Iglesia es hermosa; por tanto, es en las almas donde tiene que "hacerse hermosa". A Dios le importa el corazón de su pueblo, el amor de su pueblo: todo lo demás está en función de esto.

Este primer pasaje no basta, sin embargo, para dar razón del nombre que llevamos: Renovación en el Espíritu.

En efecto, destaca la obligación de renovarse ("¡tenéis que renovaros!") y el objeto de la renovación (el corazón), pero no dice "cómo" tenemos que renovarnos. ¿Y de qué sirve decirnos que "debemos" renovarnos, si no se nos dice también con qué fuerzas contamos? En definitiva, falta aún el sujeto que renueva, no conocemos todavía el verdadero autor y protagonista de la renovación. El segundo pasaje bíblico al que me remito nos revela precisamente esto; dice que Dios "... nos salvó, no por nuestras buenas obras, sino en virtud de su misericordia, por medio del bautismo regenerador y la renovación en el Espíritu Santo" (Tit 3, 5).

En este pasaje, "Espíritu" está escrito con mayúscula porque no indica "nuestro" espíritu, sino el Espíritu de Dios, el Espíritu Santo. La preposición articulada "en el", a diferencia de lo que suele suceder, aquí no indica el lugar donde debemos renovarnos, sino más bien el instrumento, el agente. El nombre que damos a nuestra experiencia significa, pues, una cosa muy concreta: renovación por obra del Espíritu Santo; renovación de la que Dios, no el hombre, es el principal autor, el protagonista. Dice Dios: "He aquí que hago -yo, no vosotros- nuevas todas las cosas" (cfr. Ap 21, 5); "Mi Espíritu -y solo él- renueva la faz de la tierra" (cfr. Sal 104, 30). Parece poca cosa, una simple precisión, pero se trata de una verdadera revolución copernicana, de un vuelco por el cual tenemos que pasar personas, instituciones, comunidades y la Iglesia entera, en su aspecto humano, para experimentar una verdadera renovación espiritual.

Desde el punto de vista religioso, a menudo seguimos pensando con el "sistema tolemaico": en la base está nuestro esfuerzo, la organización, la eficiencia, las reformas, la buena voluntad; la "tierra" aquí está en el centro; Dios viene a potenciar y coronar, con su gracia, nuestro esfuerzo. El "Sol" gira y hace de vasallo a la tierra; Dios es el satélite del hombre, y no viceversa.

"¡Reconoced -grita, en este momento, la palabra de Dios- el poderío de Dios!" (cfr. Sal 68, 35), porque "de Dios es el poder" (Sal 62, 12). ¡Éste es un toque de trompeta! Durante demasiado tiempo, hemos estado usurpando a Dios su poder, gestionándolo como si fuera nuestro, como si nos correspondiera a nosotros "regentar" el poder de Dios. Somos nosotros los que tenemos que girar alrededor del "Sol"; ésta es la revolución copernicana de la que hablaba. Gracias a ella, reconocemos, sencillamente, que, sin el Espíritu Santo, no podemos hacer nada, ni siquiera decir "Jesús es Señor" (cfr. 1 Cor 12, 3); que incluso el esfuerzo más tenaz siempre es efecto, más que causa, de la salvación. Y entonces empezamos realmente a "levantar la mirada", a "mirar hacia arriba", como nos exhorta el profeta (cfr. Os 11, 7) y a decir: "Levanto mis ojos a los montes: ¿de dónde vendrá mi auxilio? Mi auxilio viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra" (Sal 121, lss).

Muchas veces se repite en la Biblia el mandato de Dios: "Sed santos, porque yo, el Señor vuestro Dios, soy santo" (Lv 19, 1; cfr. Lv 11, 44; 1 Pe 1, 15ss); pero una vez, precisamente en el mismo libro del Levítico, encontramos la frase que explica todas las demás: "Yo soy el Señor que os santifica" (Lv 20, 8). ¡Yo soy el Señor que quiere renovaros con su Espíritu! ¡Dejaos renovar por mi Espíritu!

El bautismo, un sacramento "atado"
Ahora podemos empezar a tratar directamente el tema que nos interesa en este encuentro: la efusión del Espíritu. La efusión del Espíritu no es un sacramento, pero está relacionada con un sacramento; es más, con varios sacramentos: los de la iniciación cristiana. La efusión actualiza y, por así decirlo, renueva la iniciación cristiana. La relación fundamental es, sin embargo, con el sacramento del bautismo. La denominación "bautismo en el Espíritu" con la que llamaban a la efusión hasta hace poco, y con la que la siguen llamando nuestros hermanos americanos, no quería decir otra cosa que esto, o sea, que se trata de algo basado en el sacramento del bautismo. Decimos que la efusión del Espíritu actualiza y renueva nuestro bautismo. Para entender cómo un sacramento que hemos recibido hace muchos años, prácticamente al comienzo de nuestra vida, pueda de repente revivir y liberar tanta energía como se puede observar durante la efusión, hay que tener en cuenta algunos elementos de teología sacramentaria.

La teología católica conoce la idea de sacramento válido y lícito, pero "atado". Se dice que un sacramento está "atado" si su fruto permanece vinculado, sin aprovechar, por falta de ciertas condiciones que impiden su eficacia. Un ejemplo extremo es el sacramento del matrimonio o del orden, recibido en estado de pecado mortal. En estas condiciones, dichos sacramentos no pueden conferir ninguna gracia a las personas; sin embargo, una vez quitado el obstáculo del pecado, mediante la penitencia, se dice que el sacramento revive (reviviscit) gracias a la fidelidad y a la irre-vocabilidad del don de Dios. Si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo (cfr. 2 Tim 2, 13).

El del matrimonio o del orden recibido en estado de pecado es, como decía, un caso extremo, pero se pueden dar otros casos en los que el sacramento, aunque no esté del todo atado, tampoco está del todo suelto, es decir, libre de producir sus efectos. En el caso del bautismo, ¿qué es lo que hace que el fruto del sacramento siga atado? Aquí hay que remitirse a la doctrina clásica de los sa-cramentos. Los sacramentos no son ritos mágicos que actúen mecánicamente, sin que el hombre se entere, o prescindiendo de toda colaboración por su parte. Su eficacia es fruto de una sinergia, o colaboración, entre la omnipotencia divina (en concreto: la gracia de Cristo o el Espíritu Santo) y la libertad humana, porque dijo san Agustín: "El que te creó sin ti, no te va a salvar sin ti" (Sermo 169, 11;PL38, 923).
Aún más concretamente, el fruto del sacramento depende todo de la divina gracia; sólo que esta gracia divina no actúa sin el "sí", es decir, el consenso y la aportación de la  criatura, lo cual es más una "conditio sine qua non" que una con-causa. Dios se comporta corno el esposo que no impone su amor a la fuerza, sino que espera el "sí" libre de la esposa.

La obra de Dios y la obra del hombre en el bautismo
Todo aquello que, en el sacramento, depende de la divina gracia y de la voluntad de Cristo, se llama "opus operatum", que podemos traducir: obra ya realizada, fruto objetivo e infalible del sacramento, cuando es administrado de forma válida; todo aquello que, por el contrario, depende de la libertad y de las disposiciones del sujeto se llama "opus operantis", es decir, obra que está por realizar, aportación humana.
El opus operatum del bautismo, es decir, la parte de Dios o la gracia, es múltiple y muy rica: remisión de los pecados, don de las virtudes teologales de la fe, esperanza y caridad (éstas tan sólo en germen), filiación divina; todo ello realizado mediante la eficaz acción del Espíritu Santo. "Al estar bautizados, somos iluminados; al estar iluminados, somos adoptados como hijos; al ser adoptados, somos hechos perfectos; al ser hechos perfectos, recibimos la inmortalidad... Esta operación del bautismo tiene distintos nombres: gracia, iluminación, perfección, baño. Baño, por el cual somos purificados de nuestros pecados; gracia, por la cual los castigos merecidos por nuestros pecados desaparecen; iluminación, en la que contemplamos la hermosa y santa luz de la sal-vación, o sea, por la cual penetramos con la mirada en lo divino; perfección, porque no falta nada" (CLEMENTE DE ALEJANDRÍA: Pedagogo 1, 6, 26).

El bautismo es verdaderamente un riquísimo paquete-regalo que hemos recibido en el momento de nuestro nacimiento en Dios. Pero es un paquete-regalo al que aún no se le ha quitado el precinto: somos ricos porque lo poseemos (y por eso podemos llevar a cabo todos los actos necesarios para la vida cristiana), pero no sabemos lo que tenemos; parafraseando una palabra de Juan, podríamos decir: ahora somos ya hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos (cfr. 1 Jn 3, 2). Por eso decimos que, en la mayoría de los cristianos, el bautismo es un sacramento "atado".

Hasta aquí, el opus operatum. ¿Pero en qué consiste, en el bautismo, el opus operantis, es decir, la parte humana? ¡Consiste en la fe! "El que crea y se bautice, se salvará" (Mc 16, 16); al lado del bautismo hay, por tanto, otro elemento: la fe humana. "A cuantos la recibieron, a todos aquellos que creen en su nombre, les dio poder para ser hijos de Dios" (Jn 1, 12). Podemos recordar también ese hermoso pasaje de los Hechos de los Apóstoles que relata el bautismo del ministro de la reina Candace.

Llegados a un lugar donde había agua, ese hombre dice: "Aquí hay agua. ¿Hay algún impedimento para que me bautices? Felipe dice: Si crees con todo el corazón, está permitido" (Hech 8, 36-37; el versículo 37 es una añadidura de la primera comunidad cristiana, lo cual nos demuestra el convencimiento común de la Iglesia en aquella época). El bautismo es como un sello divino puesto sobre la fe del hombre: "... los que acogisteis la palabra de la verdad, que es la buena noticia que os salva, al creer en Cristo habéis sido sellados por él (en el bautismo, se entiende) con el Espíritu Santo" (Ef 1, 13).

Escribe san Basilio: "Verdaderamente la fe y el bautismo, estas dos formas de la salvación, están indivisiblemente unidos, ya que, si la fe recibe del bautismo su perfección, el bautismo se basa en la fe" (Sobre el Espíritu Santo, 12; PG 32, 117 B). El mismo santo llama al bautismo: "sello de la fe" (Contra Eunomio III, 5; PG 29, 655). La obra humana, es decir, la fe, no tiene la misma importancia y autonomía que la obra de Dios, ya que en el acto de fe hay una parte de Dios; él mismo es obra de la gracia que lo suscita; sin embargo, el acto de fe comprende como elemento esencial también la respuesta, el "Credo" del hombre, y en este sentido lo llamamos opus operantis, o sea, obra del hombre.

Se entiende ahora por qué, en los primeros tiempos de la Iglesia, el bautismo era un acontecimiento tan poderoso y rico en gracia, y por qué, normalmente, no había  necesidad de una nueva efusión del Espíritu, como la que vamos a hacer nosotros hoy. El bautismo era administrado a los adultos que se convertían del paganismo y que, convenientemente preparados, estaban en condiciones de hacer, con motivo del bautismo, un acto de fe y una elección existencial libre y madura (basta leer las  Catequesis Mistagógicas sobre el bautismo, atribuidas a Cirilo de Jerusalén, para darse cuenta de la profundidad de fe a la que eran conducidos los bautizandos).

Al bautismo, en definitiva, se llegaba a través de una verdadera conversión; para ellos el bautismo era realmente un baño de renovación personal, además de una regeneración en el Espíritu Santo (cfr. Tit 3, 5). Hay un pasaje de san Basilio que me ha impresionado. A alguien que le había pedido que escribiera un tratado sobre el bautismo, san Basilio responde que no puede explicar lo que significa el bautismo sin explicar antes lo que significa ser discípulos de Jesús, ya que el mandato del Señor dice: "Poneos, pues, en camino, haced discípulos a todos los pueblos y bautizadlos para consagrarlos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, enseñándoles a poner por obra todo lo que os he mandado" (Mt 28, 19-20).

Para que el bautismo opere con toda su fuerza, es necesario que el que se acerca al mismo sea un discípulo, o tenga intención de llegar a serlo seriamente: "Discípulo es, como hemos aprendido del propio Señor, todo el que se acerca a él para seguirle; es decir, para escuchar sus palabras, creer y obedecerle como a su amo y rey, su médico y maestro de verdad... Ahora bien, el que cree en el Señor y se declara dispuesto al  discipulado, primero tiene que alejarse de todo pecado, y después también de todas aquellas cosas que le quitan de la obediencia que por muchos motivos debe al Señor, aunque aparentemente parezcan razonables" (SAN BASILIO: Sobre el bautismo, I, 1; PG 31, 1513ss).

La condición favorable que, en los orígenes de la Iglesia, permitía al bautismo actuar con tanto poder, era, pues, la siguiente: que la obra de Dios y la obra del hombre se encontraban, en una sincronía perfecta; ocurría como cuando los dos polos, positivo y negativo, se tocan y de ese modo producen luz. Ahora esta sincronía se ha roto; al recibir el bautismo siendo niños, faltó poco a poco, un acto de fe libre y personal. Éste empezó a ser sustituido, y emitido, por así decirlo, por una persona interpuesta (padres, padrinos). De hecho, antaño, cuando todo el ambiente que rodeaba al niño era cristiano y estaba impregnado de fe, ésta podía brotar, aunque más lentamente. Pero ahora ya no es así; nuestra situación ha llegado a ser todavía peor que la de la Edad Media. En efecto, el ambiente en el que el niño crece, no es el más adecuado para iniciarle en la fe: a menudo no lo es la familia, mucho menos la escuela, y no digamos nada la sociedad y la cultura. Lo cual no significa que no se pueda dar, en esta situación, una vida cristiana normal, ni que hayan faltado la santidad y los carismas que la acompañan; sólo que, en lugar de ser un hecho corriente, se ha ido convirtiendo cada vez más, a los ojos de los cristianos, en una excepción.

En estas circunstancias, el bautizado no llega casi nunca a proclamar "en el Espíritu Santo": ¡Jesús es el Señor! Y hasta que no se llega a este punto, todo en la vida cristiana queda desenfocado, inmaduro. Ya no se producen los milagros; se repite lo que le ocurrió a Jesús con los habitantes de Nazaret: "Y no hizo allí muchos milagros por su falta de fe" (cfr. Mt 13, 58).

El significado de la efusión del Espíritu
He aquí, entonces, el sentido de la efusión del Espíritu. Es una respuesta de Dios al desarreglo en el que ha llegado a encontrarse la vida cristiana. En estos últimos años sabemos que también la Iglesia, los obispos, han empezado a preocuparse por el hecho de que los sacramentos cristianos, sobre todo el bautismo, sean administrados a personas que después no los van a utilizar en la vida, y se han planteado la posibilidad de no dar el bautismo cuando faltan las garantías mínimas de que éste sea cultivado y valorado por el niño. En efecto, no se pueden "echar las perlas a los perros", como decía Jesús, y el bautismo es una perla, porque es el fruto de la sangre de Cristo. Pero parece ser que Dios se ha preocupado, antes aún que la Iglesia, por este desarreglo y ha suscitado, aquí y allí, dentro de la Iglesia, movimientos que tienden a renovar en los adultos la iniciación cristiana.


La Renovación Carismática es uno de estos movimientos, y en él la gracia principal está ligada sin duda a la efusión del Espíritu y a lo que la precede. Su eficacia a la hora de reactivar el bautismo consiste en esto: que por fin el hombre aporta su parte, es decir, hace su elección de fe, preparada en el arrepentimiento, lo cual permite a la obra de Dios "liberarse" y emanar toda su fuerza. Como si la mano tendida de Dios, al fin encontrara la del hombre y, en el apretón, transmitiera toda su fuerza creadora que es el Espíritu Santo; como si, para utilizar una imagen sacada del mundo físico, la clavija fuera introducida en el enchufe y se encendiera la luz. El don de Dios es finalmente "desatado" y el Espíritu se expande como un perfume sobre la vida cristiana.

En el adulto, que ya tiene a sus espaldas una larga vida cristiana, esta elección de fe tiene necesariamente el carácter de una conversión; podríamos describir la efusión del Espíritu, en lo que respecta a la parte humana, al mismo tiempo como una renovación del bautismo y como una segunda conversión. Podemos entender algo más de la efusión, viéndola en relación también con la confirmación, al menos en la praxis actual, en la que este sacramente es separado del bautismo y administrado más tarde. Además de ser una renovación de la gracia del bautismo, la efusión es también una "confirmación" de nuestro propio bautismo, un "sí" consciente que le decimos a él, a sus frutos y a sus compromisos, y como tal es parecida (al menos en el aspecto subjetivo del mismo) a lo que opera, en el plano objetivo y sacramental, la confirmación: ésta, en efecto, está considerada como un sacramento que desarrolla, confirma y lleva a cumplimiento la obra del bautismo. La efusión es una confirmación subjetiva y espontánea (no sacramental), en la que el Espíritu actúa no por la fuerza de la institución, sino por su propia iniciativa y gracias a la disponibilidad de la
persona.

De la referencia a la confirmación procede también el deseo de una mayor implicación en la dimensión apostólica y misionera de la Iglesia, que por lo general se nota en quienes reciben la efusión del Espíritu: uno se siente impulsado a colaborar más en la edificación de la Iglesia, a ponerse a su servicio en los distintos ministerios, tanto clericales como laicos, a dar testimonio de Cristo: cosas que evocan, todas ellas, el hecho de Pentecostés y son actualizadas en el sacramento de la confirmación.

Jesús, "aquel que bautiza en Espíritu Santo"
La efusión del Espíritu no es la única ocasión que se conozca en la Iglesia para esta revivificación de los sacramentos de la iniciación, y, en particular, de la venida del Espíritu Santo al alma durante el bautismo. Está, por ejemplo, la renovación de las promesas bautismales en la vigilia pascual; están los ejercicios espirituales, la profesión religiosa -a la que llaman "segundo bautismo"- y, a nivel sacramental, como hemos dicho, la confirmación. No es difícil, por lo demás, descubrir a menudo en la vida de los santos la presencia de una "efusión espontánea", sobre todo durante su conversión. He aquí, por ejemplo, lo que le pasó a san Francisco en el momento de su conversión: "Terminado el banquete, salieron de casa. Los amigos iban por delante; él, sosteniendo en la mano una especie de cetro, iba el último, pero en lugar de cantar estaba absorto en sus reflexiones.

De repente, el Señor le visitó, y su corazón rebosaba de tanta dulzura, que no podía moverse ni hablar: lo único que sentía era esa suavidad, que le impedía sentir cualquier otra cosa... Sus amigos se volvieron y, viendo que se había quedado tan lejos, lo alcanzaron y quedaron estupefactos al verlo transformado casi en otro hombre. Le preguntaron: "¿En qué estabas pensando, que no nos has seguido? ¿Acaso cavilabas respecto a lo de casarte?'. Contestó con ímpetu: 'Es cierto. Estaba pensando en casarme con la muchacha más noble, rica y hermosa que haya visto nunca'. Los compañeros se echaron a reír. Francisco dijo esto no por propia iniciativa, sino inspirado por Dios" (Leyenda de los tres compañeros, 3, 7).

Decía que la efusión del Espíritu no es la única ocasión para renovar la gracia bautismal. Sin embargo, ocupa un puesto muy especial por el hecho de que está abierta a todo el pueblo de Dios, pequeños y grandes, y no solamente a unos pocos privilegiados que hacen los ejercicios espirituales de san Ignacio o la profesión religiosa.

¿De dónde procede esa fuerza extraordinaria que hemos experimentado durante la efusión? En efecto, no estamos hablando de una teoría, sino de algo que hemos experimentado nosotros mismos, y que hace que podamos decir, como Juan: "Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que han tocado nuestras manos, os lo anunciamos para que también vosotros estéis en comunión con nosotros" (1 Jn 1, 1-3). La explicación de esta fuerza está en la voluntad de Dios: ¡porque a Dios le ha complacido renovar hoy la Iglesia con este medio, y punto! Sin duda hay antecedentes bíblicos, como el episodio narrado en Hech 8, 14-17, cuando Pedro y Juan, al oír que los habitantes de Samaría habían recibido la palabra de Dios, bajaron y oraron por ellos, y les impusieron las manos para que recibieran el Espíritu Santo. Pero el pasaje bíblico por el que hay que empezar, para entender algo del bautismo en el Espíritu, es sobre todo Jn 1, 32-33: "Juan prosiguió: Yo he visto que el Espíritu bajaba desde el cielo como una paloma y permanecía sobre él. Yo mismo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: "Aquel sobre quien veas que baja el Espíritu y permanece sobre él, ése es quien bautizará con Espíritu Santo".

¿Qué significa decir que Jesús es quien bautiza con Espíritu Santo? Esta expresión no sirve únicamente para distinguir el bautismo de Jesús del de Juan, que sólo bautiza "con agua": sirve también para distinguir a toda la persona y la obra de Cristo de las del Precursor. En otras palabras, en toda su obra Jesús es quien bautiza con Espíritu Santo. Bautizar tiene aquí un significado metafórico; quiere decir inundar, mojar completamente, sumergir, como hace el agua con los cuerpos. Jesús "bautiza con Espíritu Santo" porque "da el Espíritu plenamente" (cfr. Jn 3, 34), porque "derrama" su Espíritu (cfr. Hech 2, 33) sobre toda la humanidad redimida. La expresión se refiere más al acontecimiento de Pentecostés que al sacramento del bautismo, como se deduce también del siguiente pasaje de los Hechos: "Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo dentro de pocos días" (Hech 1, 5).

La expresión "bautizar con Espíritu Santo" define, por tanto, la obra esencial de Cristo, que ya en las profecías mesiánicas del Antiguo Testamento parece orientada a regenerar a la humanidad mediante una gran efusión de Espíritu Santo (cfr. Jl 3, lss). Aplicando todo esto a la vida y al tiempo de la Iglesia, debemos concluir que Jesús resucitado no bautiza con Espíritu Santo únicamente en el sacramento del bautismo, sino, de distinta manera, también en otros momentos: en la eucaristía, en la escucha de la Palabra y, en general, en todos los "medios de la gracia".

El bautismo en el Espíritu es uno de los modos con los que Jesús resucitado continúa su obra esencial de "bautizar en el Espíritu". Por este motivo, si, por una parte, es justo explicar esta gracia con referencia al bautismo y a la iniciación cristiana -como yo mismo he hecho antes-, por otra, tampoco hay que limitarse a esta opinión. No es sólo nuestro bautismo el que revive gracias a ella, sino también la confirmación, la primera comunión, el orden sacerdotal o episcopal, la profesión religiosa, el matrimonio, todas las gracias y carismas que hayamos recibido. Es verdaderamente la gracia de un nuevo Pentecostés. Una iniciativa, en cierto sentido, nueva y soberana de la gracia de Dios, que se basa, como todo lo demás, en el bautismo, pero que no se agota en él. No está relacionada sólo con la "iniciación", sino también con la "perfección" de la vida cristiana.

Sólo de este modo se explica la presencia del bautismo en el Espíritu entre los hermanos pentecostales, para quienes la iniciación es concepto extraño y el mismo bautismo de agua no siempre tiene la importancia que le damos los católicos y otras Iglesias. El bautismo en el Espíritu tiene, en su mismo origen, un valor ecuménico que es necesario preservar a toda costa, como promesa e instrumento con vistas a la unidad de los cristianos, evitando una excesiva "catolicidad" de esta experiencia común.

Amor fraterno, oración e imposición de manos
En la efusión, hay una parte secreta, misteriosa, de Dios, que es distinta para cada uno, porque sólo él nos conoce en lo más íntimo y puede actuar valorizando nuestra personalidad inconfundible; y hay una parte manifiesta, de la comunidad, que es igual para todos y que constituye una especie de signo, con una cierta analogía respecto a lo que son los signos en los sacramentos. La parte visible, o de la comunidad, consiste sobre todo en tres cosas: amor fraterno, imposición de manos y oración. Son elementos no sacramentales, pero sí bíblicos y eclesiales.

La imposición de manos puede tener dos significados: uno, de invocación, otro, de consagración. Observamos, por ejemplo, que estas dos clases de imposición de manos están presentes en la misa; hay una imposición de manos invocatoria (al menos para nosotros, los latinos), que es la que el sacerdote hace sobre las ofrendas en el momento de la "epíclesis", cuando reza diciendo: "Que el Espíritu Santo santifique estos dones para que se conviertan en el cuerpo y la sangre de Jesucristo"; y hay una imposición de manos consagratoria, que es la que hacen los concelebrantes sobre las ofrendas en el momento de la consagración. En el mismo rito de la confirmación, tal y como se desarrolla actualmente, hay dos imposiciones de manos: una previa, de carácter invocatorio, y otra consagratoria, que acompaña el gesto de la unción crismal sobre la frente, con la que se realiza el sacramento en sí.

En la efusión del Espíritu, la imposición de manos tiene un carácter unicamente invocatorio (en la línea de lo que encontramos en Gn 48, 14; Lv 9, 22; Mc 10, 13-16; Mt 19, 13-15). Tiene también un valor altamente simbólico: evoca la imagen del Espíritu Santo que cubre con su sombra (cfr. Lc 1, 35); recuerda también al espíritu de Dios que "aleteaba" sobre las aguas (cfr. Gn 1, 2). En el original, el término que traducimos por "aletear" significa "cubrir con sus alas", o "incubar, como hace la gallina con sus pollitos". Este simbolismo del gesto de la imposición de manos es aclarado por Tertuliano cuando habla de la imposición de manos sobre los bautizados: "La carne es encubierta por la imposición de manos, a fin de que el alma quede iluminada por el Espíritu" (Sobre la resurrección de los muertos, 8, 3). Hay una paradoja, como en todas las cosas de Dios: la imposición de manos ilumina encubriendo, como la nube a la que seguía el pueblo elegido durante el Éxodo y como la que cubrió a los discípulos en el Tabor (cfr. Mt 17, 5).

Los otros dos elementos son, como hemos dicho, la oración y el amor fraterno; podríamos decir: el amor fraterno que se expresa en oración. El amor fraterno es signo y vehículo del Espíritu Santo. Éste, que es el Amor, encuentra en el amor fraterno su ambiente natural, su signo por excelencia (se puede también decir de él lo que se dice del signo sacramental, si bien en un sentido distinto: "significando causa"). Nunca se insistirá lo bastante en la importancia de un clima de verdadero amor alrededor del hermano que ha de recibir la efusión.

También la oración está estrechamente relacionada, en el Nuevo Testamento, con la efusión del Espíritu Santo. Del bautismo de Jesús se dice que: "mientras oraba se abrió el cielo, y el Espíritu Santo bajó sobre él" (cfr. Lc 3, 21). Se diría que fue la oración de Jesús la que hizo abrirse los cielos y descender sobre él el Espíritu Santo. También la efusión de Pentecostés se produjo así: mientras todos perseveraban unánimes en la oración, vino del cielo un ruido, semejante a un viento impetuoso, y aparecieron lenguas como de fuego (cfr. Hech 1, 14;2, lss). Por lo demás, el propio Jesús había dicho: "Yo rogaré al Padre para que os envíe otro Paráclito" (Jn 14, 16); cada vez, la efusión del Espíritu es relacionada con la oración.

Todos estos signos -la imposición de manos, la oración y el amor fraterno- nos hablan de sencillez; son unos instrumentos simples. Precisamente en esto llevan la marca de las acciones de Dios: "No hay nada -escribe Tertuliano a propósito del bautismo- que deje tan atónitas las mentes de los hombres como la sencillez de las acciones divinas que se realizan y la magnificencia de los efectos que se consiguen... Las propiedades de Dios son: sencillez y poder" (Sobre el bautismo, 2, lss). Todo lo contrario de lo que hace el mundo: en el mundo, cuanto más grandes son los objetivos a conseguir, más complicado es el despliegue de medios; y cuando se quiere llegar a la luna, éste se vuelve gigantesco.

Si la sencillez es la marca de la actuación divina, hay que preservarla absolutamente a la hora de conferir la efusión del Espíritu. Por eso la sencillez tiene que resplandecer en todo: en la oración y en los gestos; nada de cosas teatrales, de gestos exagerados, "multiloquio", etc. La Biblia destaca, a propósito del sacrificio del Carmelo, el estridente contraste entre la actuación de los sacerdotes de Baal que gritan, danzan como obsesos y se hacen cortes hasta hacer correr la sangre, y la actuación de Elías que, en cambio, reza sencillamente así: "Señor, Dios de Abrahán, de Isaac y de Israel... respóndeme, para que sepa este pueblo que tú eres el Señor Dios, el que hará volver el corazón de tu pueblo hacia ti" (1 Re 18, 36-37).

El fuego del Señor bajó sobre el sacrificio de Elías y no sobre el de los sacerdotes de Baal (cfr. 1 Re 18, 25-38). El propio Elías, más adelante, experimentó que Dios no estaba en el viento impetuoso, no estaba en el terremoto, no estaba en el fuego, sino en un ligero susurro (cfr. 1 Re 19, 11-12). ¿De dónde viene la gracia que se experimenta en la efusión? ¿De los presentes? ¡No! ¿De la persona que la recibe? ¡Tampoco! ¡Viene de Dios! No tiene sentido preguntarse si viene de dentro o de fuera: Dios está dentro y fuera. Lo único que podemos decir es que dicha gracia tiene que ver con el bautismo, porque Dios actúa siempre con coherencia y fidelidad, no hace y deshace. Él hace honor al compromiso y a la institución de Cristo. Una cosa es cierta: no son los hermanos los que confieren el Espíritu Santo; ellos no dan el Espíritu Santo al hermano, sino invocan el Espíritu Santo sobre el hermano. El Espíritu no puede ser dado por ningún hombre, ni siquiera por el Papa o por el obispo, ya que ningún hombre posee en propiedad el Espíritu Santo. Sólo Jesús puede dar propiamente el Espíritu Santo; los demás no poseen el Espíritu Santo, más bien son poseídos por él.

Respecto al modo de esta gracia, podemos hablar de una nueva venida del Espíritu Santo, de una nueva misión por parte del Padre a través de Jesucristo o de una nueva unción correspondiente al nuevo grado de gracia. En este sentido, la efusión no es un sacramento, pero sí un acontecimiento; un acontecimiento espiritual: ésta podría ser la definición que más se acerca a la realidad. Un acontecimiento, es decir, algo que se produce, que deja huella, que crea una novedad en una vida; pero un acontecimiento espiritual (no histórico): espiritual porque se produce en el espíritu, o sea, en el interior del hombre, y los demás pueden muy bien no percatarse de nada; espiritual, sobre todo, porque es obra del Espíritu Santo.

Concluyo esta enseñanza con un hermoso texto del apóstol Pablo, que habla precisamente de la revivificación del don de Dios. Vamos a escucharlo como una invitación dirigida a cada uno de nosotros: "Te aconsejo que reavives el don de Dios que te fue conferido cuando te impuse las manos. Porque Dios no nos ha dado un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de ponderación" (2 Tim 1, 6-7).